PAVO REAL

Octubre es uno de los meses en que Madrid es más visitado por turistas extranjeros. Recogí a dos de ellos en el aeropuerto de Barajas con destino a un hotel de la Gran Vía. El más corpulento de los dos llamaba poderosamente la atención por su uniforme de guiri en perfecto estado de revista: sandalias marrones y calcetines verdes en ideal combinación con su pantalón corto rojo y un suéter azul; un cromo de tío. El otro, camuflado tras el plumaje de pavo real de su paisano, pasaba inadvertido. Guardamos varios bultos en el maletero y emprendimos camino. Tras el habitual atasco de entrada a Madrid llegamos al hotel sin novedad, mientras el “pavo real” me pagaba, el “invisible” cogía los bultos del maletero.


A unos diez metros de nosotros, una señora de avanzada edad esperaba en el borde de la acera con la clara intención de coger un taxi. Una vez concluida la maniobra de “apeamiento” con los dos guiris, me apresuré a arrancar para que no me quitaran el servicio. Por fortuna llegue a tiempo, se montó la buena mujer no sin dificultad, y me indicó el destino.

- ¡Ay hijo!, que pena llegar a vieja. Voy cerquita hijo, a la esquina de Plaza España, pero es que no puedo andar. Tengo las rodillas fatal.

Arranqué presto y, a los veinte o treinta metros, empezó a chillar como una loca la otrora apacible anciana.

- ¡Cuidado hijo cuidado!, ¡Corre hijo, corre! Ay por Dios y María Santísima. ¡¡Hijo, un “rogadito” que quiere abrir la puerta!! ¡Que nos quiere robar! ¡Ay por Dios!

- Tranquila mujer, tranquila.

Contesté mirando por el retrovisor cuando, efectivamente, ví a un tipo con la cara desencajada, delgaducho y desharrapado intentando abrir la puerta de atrás del coche. Sólo se me ocurrió acelerar para intentar perderle de vista, pero como no es un tópico que en la Gran Vía de Madrid se avanza mas rápido a pie que en coche, en el primer semáforo nos alcanzó. Yo no sabía que hacer, la viejecita parecía la Caballé con su torrente de voz derrochando decibelios.

- ¡Ay hijo!, ¡Ay hijo!, ¡Que nos roban!, ¡Que nos roban!

Y el delgaducho intentando abrir la puerta. Por cierto, ojo con la fuerza que tenía la viejecita, a su contrincante, aunque escaso en carnes, se le veía fibroso y enérgico, pero no podía con ella.

No me quedó mas remedio que bajar del coche y lanzarme contra el delgaducho cual toro semental en pos de su vacada.

Afortunadamente, antes de la embestida, miré hacia atrás y vi como venía corriendo y haciendo grandes aspavientos por en medio de la Gran Vía el “pavo real”. Tal despliegue de colorido me iluminó el sentido y en seguida deduje que el delgaducho en realidad era el “invisible”. Efectivamente, como el perspicaz lector habrá deducido, se habían dejado un maletín en el coche y estaban como locos por recuperarlo. Afortunadamente todo terminó sin conflicto internacional.

"Objetos" perdidos

“Bueno, una carrerita más y me voy a casa”.


Ese era mi planning de trabajo para rematar la jornada laboral de un soporífero lunes.

Después de trillar (callejear en busca de brazo en alto en argot taxista) durante tres cuartos de hora más y cerciorarme de que el meteorito de los lunes había terminado con casi toda señal de vida en las calles de Madrid, aprecié en la lejanía dos bultos braceantes que, o me saludaban con exagerado alborozo, o mi propósito de rematar la faena de ese día estaba a punto de cumplirse.

La opción acertada fue la segunda, recogí a dos mujeres de avanzada edad; aunque, sobre todo en una de ellas, la edad no era avanzada, más bien pertenecía a la retaguardia cronológica de la humanidad.

- Buenas noches joven. ¿Nos llevas a Carabanchel Alto?- me dijo la menos provecta.

Esta proposición me alegró sobremanera, pues no sólo redondeaba la jornada laboral sino que además me dejaban cerca de mi casa.

- Claro, no faltaba más –contesté más feliz.

Por la conversación… bueno, más bien monólogo, que iba relatando una de ellas, deduje que eran madre e hija. La relatora era la hija y no vean la murga que le estaba dando a la madre.

- Tú lo que tienes que hacer es callarte, madre –le decía a la pobre anciana-, no digas na en casa de la Felisa y así no se tiene que enfadar nadie. Aunque escuches lo que escuches, tú ni mu. Porque mira como se ha puesto el Julián pa na que he dicho yo.

La más anciana estaba sentada justo detrás de mí y la pobre mujer no decía absolutamente nada, casi ni respiraba.

Cuando terminamos el trayecto, la charlatana me pagó y dirigiéndose a su madre dijo:

- Madre tú sal por la otra puerta que aquí está mu estrecho.

Abrieron ambas puertas, cerraron ambas puertas, y arranque rumbo al hogar descanso del guerrero.

Nada más arrancar inicie mi terapia de desintoxicación post-murga. Esta consiste en despotricar del cliente plasta en la intimidad de mi taxi.

- Joder que tía más plasta, la madre que la parió, que a gusto se tuvo que quedar la pobre mujer cuando la soltó.

Durante los pocos kilómetros que me separaban de mi casa, continué con mi terapia practicando el Bel Canto a grito pelado, anunciando alguna actitud escatológica con respecto a la madre de un político del que hablaban en la radio y algún otro ejercicio del que no procede dar explicaciones.

Cuando terminé de aparcar en el garaje procedí al rutinario cierre de hoja, recogida de monedero e inspección de la parte trasera, por si los olvidos…

Cuando, en la media luz del garaje, abrí la puerta de atrás para dicha inspección, un escalofrío recorrió mi espalda dejando mi sangre paralizada. Sólo acerté a lanzar un grito de terror que afortunadamente no tuvo testigos; éste, a pesar de su afinado tono, retumbó en todo el garaje mientras retrocedía de un salto. Una sombra negra se movió en la penumbra del asiento trasero, me aproximé con cautela para descubrir cómo la cara de una nonagenaria me miraba con asombro, pero sin decir absolutamente nada.

- ¡¡Pero mujer!! Pero… ¿Qué hace aquí? –pregunté sin esperar respuesta.

Inmediatamente monté en el coche para devolver a la pobre anciana a casa de la plasta de su hija que ya me estaba esperando con unos vecinos en la puerta del portal.

Lo que no sé es si mi terapia trascendería más allá de la intimidad de mi taxi.