"Objetos" perdidos

“Bueno, una carrerita más y me voy a casa”.


Ese era mi planning de trabajo para rematar la jornada laboral de un soporífero lunes.

Después de trillar (callejear en busca de brazo en alto en argot taxista) durante tres cuartos de hora más y cerciorarme de que el meteorito de los lunes había terminado con casi toda señal de vida en las calles de Madrid, aprecié en la lejanía dos bultos braceantes que, o me saludaban con exagerado alborozo, o mi propósito de rematar la faena de ese día estaba a punto de cumplirse.

La opción acertada fue la segunda, recogí a dos mujeres de avanzada edad; aunque, sobre todo en una de ellas, la edad no era avanzada, más bien pertenecía a la retaguardia cronológica de la humanidad.

- Buenas noches joven. ¿Nos llevas a Carabanchel Alto?- me dijo la menos provecta.

Esta proposición me alegró sobremanera, pues no sólo redondeaba la jornada laboral sino que además me dejaban cerca de mi casa.

- Claro, no faltaba más –contesté más feliz.

Por la conversación… bueno, más bien monólogo, que iba relatando una de ellas, deduje que eran madre e hija. La relatora era la hija y no vean la murga que le estaba dando a la madre.

- Tú lo que tienes que hacer es callarte, madre –le decía a la pobre anciana-, no digas na en casa de la Felisa y así no se tiene que enfadar nadie. Aunque escuches lo que escuches, tú ni mu. Porque mira como se ha puesto el Julián pa na que he dicho yo.

La más anciana estaba sentada justo detrás de mí y la pobre mujer no decía absolutamente nada, casi ni respiraba.

Cuando terminamos el trayecto, la charlatana me pagó y dirigiéndose a su madre dijo:

- Madre tú sal por la otra puerta que aquí está mu estrecho.

Abrieron ambas puertas, cerraron ambas puertas, y arranque rumbo al hogar descanso del guerrero.

Nada más arrancar inicie mi terapia de desintoxicación post-murga. Esta consiste en despotricar del cliente plasta en la intimidad de mi taxi.

- Joder que tía más plasta, la madre que la parió, que a gusto se tuvo que quedar la pobre mujer cuando la soltó.

Durante los pocos kilómetros que me separaban de mi casa, continué con mi terapia practicando el Bel Canto a grito pelado, anunciando alguna actitud escatológica con respecto a la madre de un político del que hablaban en la radio y algún otro ejercicio del que no procede dar explicaciones.

Cuando terminé de aparcar en el garaje procedí al rutinario cierre de hoja, recogida de monedero e inspección de la parte trasera, por si los olvidos…

Cuando, en la media luz del garaje, abrí la puerta de atrás para dicha inspección, un escalofrío recorrió mi espalda dejando mi sangre paralizada. Sólo acerté a lanzar un grito de terror que afortunadamente no tuvo testigos; éste, a pesar de su afinado tono, retumbó en todo el garaje mientras retrocedía de un salto. Una sombra negra se movió en la penumbra del asiento trasero, me aproximé con cautela para descubrir cómo la cara de una nonagenaria me miraba con asombro, pero sin decir absolutamente nada.

- ¡¡Pero mujer!! Pero… ¿Qué hace aquí? –pregunté sin esperar respuesta.

Inmediatamente monté en el coche para devolver a la pobre anciana a casa de la plasta de su hija que ya me estaba esperando con unos vecinos en la puerta del portal.

Lo que no sé es si mi terapia trascendería más allá de la intimidad de mi taxi.



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